Volá Gil, Volá

Roberto “Tito” Gil había vivido toda su vida en un pequeño pueblo del valle de Río negro, junto a la cordillera patagónica , cuando por el incontrolable efecto de la patada de una par de bonitas piernas, se fue tierra arriba, más precisamente, a la provincia de Buenos Aires. Allí, en una localidad a orillas del Río de la Plata, inició un próspero negocio de cotillón.
El boom de su negocio ocurrió en 2003, cuando las ventas aumentaron radicalmente. Es que los pingüinos había llegado al gobierno y así se acabó la recesión económica, bajó el desempleo y aumentaron lo salarios. Claro, la gente tenía tantos motivos para festejar que adornaba sus casas con globos, guirnaldas, pitos y matracas.
“Tito” Gil estaba contentísimo con su negocio, hasta que a principios de 2008 los pingüinos comenzaron a pelearse con las vacas por el control de un yuyo mágico. El pobre montañés no entendía por qué tanto alboroto, si era un simple yuyito. No sabía mucho de flora, salvo de frutas finas, y menos de fauna, pero empezó a ver que la gente tenía menos motivos para festejar.
Las vacas cortaban las rutas, y así los proveedores no le podían acercar el cotillón para vender. Por qué la gente, más allá de la brutal pelea entre pingüinos y vacas seguía cumpliendo años y alguna que otra vez se despachaba con alguna fiestita, con menos alegría, pero con los adornos de siempre.
Así que Gil primero se vio obligado a decirles a sus clientes de siempre que por culpa de un yuyo mágico que crecía hasta en las macetas no tenía suficientes globos, guirnaldas, pitos y matracas para venderles.
Hasta que un día, las vacas se fueron de las rutas y se apoderaron del yuyito, mientras que los pingüinos se quedaron con mucha bronca y un poco más empobrecidos.
En ese momento, “Tito” Gil utilizó los ahorros que había acumulado durante los cinco años de buena racha de su negocio y compró mucho cotillón, en caso de que se reavivara la pelea por el yuyo.
Pero el tiro le salió por la culata ya que a fines de año, al señor del norte se le cayó la bolsa y la economía mundial entró en una crisis furibunda. No sólo escaseaban los motivos de la gente para festejar, sino que sus clientes se quedaron sin trabajo y, por ende, sin dinero para comprarle cotillón.
Desde su tierra natal le llegaban noticias de que la situación era también crítica, aunque no llegaba al punto de lo que ocurría en su localidad bonaerense.
Desesperado, y ya paralítico de sus piernas bonitas, “Tito” Gil decidió regresar a su pueblo rionegrino, pero para eso primero tenía que vender toda la mercadería que tenía acumulada. Ya no le quedaban ahorros y necesitaba el dinero para poder viajar.
Para deshacerse de las guirnaldas, pitos y matracas, el brasuca no tuvo tantos inconvenientes porque las primeras eran usadas para reemplazar a las plantas que se secaban por la falta de agua, los segundos quedaban en manos de los partidarios de los pingüinos para cobrarles las faltas a las vacas, cuyos fans, a su vez, empleaban las matracas para hacer escuchar su reclamo de que el yuyo ya había perdido sus poderes mágicos por culpa de la bolsa de mierda del señor del norte.
Pero los seguidores de la fauna estaban tan pobres que “Tito” casi regaló el cotillón. A lo que se le sumó el problema de los globos, nadie los quería globos porque a casi quedaba ni aire para inflarlos. Entre el calor y la crisis, todos estaban ahogados.
Con lo poco que había ganado con la venta de sus guirnaldas, pitos y matracas a “Tito” no le alcanzaba para pagar el costo del viaje a su pueblo natal. De hecho, los pingüinos para salir de pobres aumentaron los precios de todo tipo de transportes para que las rutas estuvieran vacías y así las vacas no tuvieran ningún motivo para volverlas a cortar.
Claro está, que con lo que se gana vendiendo cotillón es prácticamente comprar un boleto de avión, así que “Tito” Gil se quedó varado. Desesperado, fue a rezar a misa para pedirle a Dios que lo ayudara a regresar a su casa. En la capilla se encontró con el cura brasileño Adelir de Carli. Este religioso nacido en Paranagua se jactaba de haber regresado de la muerte. Bah, en realidad, todos sabían que se había perdido durante un viaje y que terminó en el conurbano bonaerense de casualidad. Pero la leyenda era más divertida.
Este cura aventurero le dio la idea de que utilizara sus ahorros para comprar un inflador de aire comprimido y así poder inflar los miles de globos que le quedaban en stock e irse volando a su pueblo.
El religioso le juró que con mil globos le iba a alcanzar. Y “Tito”, un tipo muy creyente, confió en él, por lo que se compró el inflador de aire comprimido.
Durante días se pasó inflando los mil globos que los ató a una silla donde él se iba a sentar a esperar un una buena ráfaga de viento caliente proveniente del norte para que lo devuelve tierra abajo.
Cuando finalmente terminó se armar su aeronave, la gente se reunió en multitud en el muelle desde donde “Tito” Gil iba a regresar a su pueblo. No faltó el cura, que lo bendijo.
La ráfaga de viento norte llegó con fuerza y el montañés salió volando rápidamente. “Volá Gil, volá”, le gritaba el público enfervorizado.
Y Gil voló, tan alto, que rápidamente se perdió de vista. A su pueblo patagónico nunca llegó; algunos creen que se cayó en el viento cambió y murió ahogado en el mar, o cayó en medio del desierto patagónico, pero otros aseguran que se perdió en un pequeño rincón del conurbano donde se convirtió en cura.

AA
Enero 2009.