Por siempre II


Hablamos personalmente por primera vez hace casi 14 años, una tarde de diciembre como en la que te fuiste: soleada y calurosa. Previamente habíamos charlado por teléfono en varias oportunidades y yo escuchado tu prestigioso nombre en otras redacciones porque tu reputación era como una marea que bañaba los distintos medios de nuestra querida profesión, el periodismo gráfico. También me sabía tus iniciales –GGS- pero no tenía la menor de idea de que detrás de esas tres simples letras se encontraba un hombre que iba a marcar el resto de mi vida, tanto en lo laboral como en lo personal.

Desde un comienzo confiaste ciegamente en mí y yo traté de no defraudarte. Así fue trabajar a tu lado cada día: un desafío permanente. Me enseñaste la pasión casi obsesiva por alcanzar la excelencia en cada nota, en cada título, en cada palabra; y a pesar de que intenté aprender todas tus lecciones, muchas veces te hice gruñir y poner los pelos de punta porque, como como todo genio, tenías un carácter especial. “Vos haceme caso que vas a llegar lejos”, me repetías y enseguida se te pasaba el enojo, y a mí también.

Y así convivimos las tardes y las noches, incluso los sábados cuando en tu día franco me acompañaste durante varios meses cuando me quedé sin editor a cargo del turno, lo que me demostró no sólo tu devoción por el trabajo y responsabilidad como jefe de la sección, sino también tu enorme generosidad y compañerismo extremo.

El lazo entre los dos se forjó rápidamente, incluso fuera de nuestro lugar de trabajo, como cuando la empresa no me renovó el contrato a fines de nuestro primer invierno y en una gélida noche de viernes me llevaste a tomar algo para olvidar el mal trago porque el brindis era una de tus formas de zanjar cualquier diferencia. Así de directo, sin vueltas.

Fuiste un líder noble y carismático que no dudó en llamarme poco tiempo después –otra vez en una tarde agobiante de diciembre- para decirme que habías logrado que me reincorporasen al trabajo. Una gran noticia que vino de la mano de una advertencia: “Praparate para ser explotado. ¡Jajá!”.

Dicho y hecho ya que los siguientes años fueron realmente fuertes, con viajes y coberturas que parecían eternas e incluso cuando no trabajábamos, como en aquellos 38 días de paro en el que, entre cervezas, pamplonas y ese maldito cigarrillo, me diste una cátedra de cómo actuar ante ese tipo de situaciones críticas.

Yo me sentía como en la escuela y vos actuabas como lo que eras: un verdadero maestro. Con clases permanentes de periodismo, historia, política, arte, ciencia, lo que fuere. “¡Cómo te petetié!”, bromeabas cada vez que me dabas un dato o información que yo desconocía y vos sacabas de la galera, como un libro gordo, abierto e inagotable.

No faltaron las anécdotas y los chistes, y con el paso del tiempo se multiplicaron los momentos para reír aunque también para pelear y putear porque vivías a pura intensidad, sin guardarte nada, dejando todo en la cancha.

Tus exigencias eran justas y tus consejos se convirtieron en un pilar fundamental para mi vida personal, especialmente en mis épocas de crisis, cuando más lo necesitaba.

Te convertiste en un amigo fiel y más aún, en una figura paternal que predicó con el ejemplo. Y por eso te admiraba y emulaba, al punto que poco a poco me empecé a parecer a vos, o al menos eso solían decirnos.

Pero se equivocan porque no te llego ni a los talones. Ojalá fuese como vos, no habría mayor orgullo para mí, porque nunca me negaste nada y me los diste todo, tal vez sin darte cuenta de ello. Y por eso estos últimos seis meses en los que estuvimos separados por esa inescrupulosa enfermedad fueron tan duros de soportar.

Charlamos poco, aunque creo que lo justo y necesario para no interferir en tu tratamiento, y cuando nos vimos por última vez acordamos que habría una próxima, que sólo había que tener paciencia.

Durante ese tiempo giraba hacia mi derecha y al ver tu silla vacía me decía, esperanzado, que faltaba cada vez menos para que la ocuparas nuevamente, como en nuestros viejos tiempos, uno al lado del otro. Ahora la miro y sé que no vas a volver y que ese vacío no se va a rellenar nunca más con nada. “Él lo llenaba todo”, me dijo tu leal compañera cuando te fui a despedir y vaya que estaba en lo cierto.

En estos momentos siento una tristeza infinita pero cuando pase el shock sé que te voy a recordar con alegría. Me quedaré con todo lo que me dejaste, que es inmensamente superior al dolor que provoca tu ausencia. Es lo menos que te merecés y lo que habrías querido.

Gracias por tanto. Te voy a extrañar por siempre.


AA
Diciembre 2018