La Masacre de Trelew VI

Sobre la noche de la masacre, Berger relató: “A las 3.30 nos despiertan los gritos que profieren el teniente de corbeta Bravo, el cabo Marchan y otro cabo del cual ignoro su nombre (¿Marandino?). (…) Todos ellos profieren insultos a nuestros abogados, al tiempo que aseguran `ya les van a enseñar a meterse con la Marina` a gritos, nos dicen que esa noche vamos a declarar, querramos o no.

“Escucho otras voces de otras personas diciendo cosas semejantes pero no alcanzo a distinguirlas puesto que inmediatamente nos ordenan salir de nuestras celdas., caminando sin levantar los ojos del piso; noto que es la primera vez que nos dan tal orden pero no logro adivinar el motivo de la misma. Una vez en el pasillo que separa las dos hileras de celdas que son ocupadas por nosotros, nos ordenan formar en fila de a uno, dando cara al extremo del pasillo y en la puerta misma de nuestras celdas. También observo que es la primera vez que nos ordenan tal dispositivo para sacarnos de nuestras celdas.

“De pronto, imprevistamente, sin una sola voz que ordenara, como si ya estuvieran todos de acuerdo, el cabo obeso (¿por Marandino?) comienza a disparara su ametralladora sobre nosotros y al instante el aire se cubrió de gritos y balas, puesto que todos los oficiales y suboficiales comenzaron a accionar sus armas. Yo recibo cuatro impactos, dos superficiales en el brazo izquierdo, otro en los glúteos, con orificio de entrada y de salida, y el cuarto en el estómago; alcanzo a introducirme en mi celda, arrojándome al piso; María Angélica Sabelli hace lo mismo, al tiempo que dice sentirse herida en un brazo, pero momentos después escucho que su respiración se hace dificultosa y ya no se mueve. En la puerta de la celda, en el mismo lugar donde le ordenaron integrar la fila, ya Santucho, inmóvil totalmente.

“Reconozco las voces de Mena y Suárez por su acento provinciano, dando gritos de dolor. Escucho también la vos del teniente Bravo dirigiéndose a Albert Camps y a Cacho delfino, gritándoles que declaren; ambos se niegan, lo cual motiva disparos de arma corta; después no vuelvo a escuchar a Alberto ni a Cacho. Escucho, sí, más voces de dolor que son silenciadas a medida que se suceden nuevos disparos de arma corta; ahora solo escucho las voces de nuestro carceleros que con gran excitación comienzan a inventar la historia que justifique el cruel asesinato, aunque solo sea válida entre ellos mismos.

“Escucho que se aproximan los disparos de arma corta. Es evidente que quien se haya abocado a la tarea de rematar a los heridos está cerca de mi celda; trato de fingir que estoy muerta y entrecerrando los ojos lo veo parado en la puerta de mi celda; es alto de cómo 1,80 metros, de cabello castaño aunque escaso, delgado; lleva insignia de oficial de la Marina. Apunta a la cabeza de María Angélica y dispara, aunque ésta ya está muerta. Luego dirige el arma hacia mí también dispara; el proyectil penetra mi barbilla y me destroza el maxilar derecho alojándose tras la oreja del mismo lado. Luego se aleja sin verificar el resultado de sus disparos, dando por sentado que estoy muerta.

“Continúan los disparos de arma corta hasta que se hace silencio, sólo quebrado por las idas y venidas de mucha gente; ellos llegan, nos miran, tal vez para cerciorarse de si ya estamos muertos; (…) yo continúo tratando de no dar señales de vida.

“A la hora llega un enfermero que constata el número de muertos y heridos; también llega una persona importante, tal vez un juez o un alto oficial, a quien le cuentan una historia inventada. Cuatro horas después llegan ambulancias, con lo cual comienzan a trasladar, de a uno, los heridos y los muertos. Cuando llego a la enfermaría de la base observo la hora, son las 8.30 (…). Me llevan a una sala en la enfermería, en la cual veo seis camillas en el suelo con seis heridos; yo soy la séptima.

“Dos médicos y algunos enfermeros nos miran pero se abstienen de intervenir. Sólo uno de ellos, un enfermero, animado por algo de compasión, quita sangre de mi boca; nadie atiende a los heridos (…).

“A pesar de la cercanía con la ciudad de Trelew no requieren asistencia médica de allí, sino que esperan a que arriben los médicos desde la base Puerto Belgrano, quienes lo hacen al mediodía, o sea cuatro horas después de nuestra llegada a la enfermería. Los médicos recién llegados nos atienden muy bien; nos operan allí mismo, surgiendo dadores de sangre entre los soldados. Recupero el conocimiento veinticuatro horas después de la operación, ya en un avión que me transporta a la base Puerto Belgrano, donde la atención médica continúa siendo muy buena”.


Fuente: La pasión según Trelew, de Tomás Eloy Martínez.