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La introducción que viene de la precuela, "Entremundo":

"Fuera de la camioneta, el paisaje se agitaba cada vez más rápido hasta que se convirtió en una luz tan clara y tibia como cegadora. El conductor ya no supo si el cielo había quedado arriba o debajo de él. Una serie irregular e interminable de flashes cubrieron su campo visual hasta que perdió el contacto con el volante, con su mujer y con todo lo que había estado rodeándolo hasta ese momento que parecía interminable.

Comenzó a gritar, pero por más grande que abrió la boca no pudo escuchar ni un solo sonido proveniente de su garganta, la cual ardía hasta casi no poder soportarlo. Empezó a sentir un zumbido que le atravesaba la cabeza como una flecha de metal incandescente. El mareo se apoderó rápidamente de él y todo se convirtió en una especie de humo gris, denso y pesado como plomo que lo envolvía y no lo dejaba mover. Y al cabo de unos instantes, un manto negro finalmente lo tapó por completo y ya no sintió más nada. Como si se hubiera dormido profundamente.

Capítulo I:

“Mamá, ayúdame. ¡Mamá! ¡Por favor! ¡Ayudame! ¡No me quiero morir! ¡¡¡¡Mamá!!!”, retumbó en la mente de la mujer, quien yacía sobre su cama, a mitad de la madrugada, sin saber si estaba soñando o despierta. A su lado, su marido roncaba, como cada noche después de una extensa y agotadora jornada laboral. Finalizaba la semana y ella también estaba cansada, tanto por su trabajo como por el intenso calor de verano que imperaba en el corazón de una ciudad que no tenía paz ni tranquilidad prácticamente nunca. Y menos en una velada como aquella, en la que ni siquiera la tormenta desatada horas antes había logrado bajar demasiado la temperatura.

Cubierta en sudor, la mujer se quitó la sábana de encima y se sentó en el borde de la cama, con los pies descalzos rozando el suelo. Estaba convencida de que aquel lejano pedido de auxilio había sonado con la voz de su hijo; entonces cerró fuerte los ojos y se dijo que eso era imposible. Intentó serenarse, respiró profundo durante un par de minutos, pero no logró. En cambio, su corazón latía cada vez más acelerado. Así que se levantó y sigilosamente salió de su dormitorio en dirección al de su hijo, ubicado al final del mismo pasillo, al otro lado del baño, en el interior del departamento en el que hacía dieciocho años se habían convertido en una familia. Caminó despacio y en silencio, aunque su marido jamás se hubiese despertado ya que el único ruido apenas perceptible era la respiración agitada de ella y el zumbido monótono del equipo del aire acondicionado.

Ella se movía envuelta en su camisón y con su cabellera revuelta. Las manos arrugadas (más por las secuelas de las labores manuales que realizaba desde adolescente que por la edad) le temblaban, las piernas también, y la invadió una mezcla de miedo, nervios y ansiedad. Entonces volvió a cerrar los ojos y quedó inmersa nuevamente en la oscuridad. No puede ser, se repitió para sí.

A los tumbos y tanteando las paredes finalmente llegó hasta el dormitorio de su hijo y lentamente abrió la puerta. “Respirá con calma, mujer. Con calma, por Dios”, susurró justo antes de dar el siguiente paso, animándose a cruzar el umbral…