Apenas vio el piquete, el chofer del colectivo realizó una brusca maniobra en “U” para volver hacia el sur y retomar por otra calle, pero apenas inició ese recorrido, una señora mayor que se acercaba a la salida ubicada a mitad del vehículo trastabilló y cayó lentamente por la escalinata que une la parte delantera con la trasera.
Ante esta situación, un pasajero que parecía tener ciertos conocimientos en primeros auxilios socorrió a la mujer, que quedó tendida en el piso con mareos y temblores en las manos, casi por desmayarse, mientras que el chofer detuvo la marcha en medio de la avenida, observó que la pasajera necesitaba atención médica y decidió llevarla hasta el Hospital Argerich en el barrio de La Boca, el centro asistencial más cercano.
El colectivero arrancó a toda velocidad sin darle la oportunidad a los pasajeros de descender en Paseo Colón, por lo que todos los presentes terminamos en la guardia del hospital, donde la pasajera descompuesta ya había recobrado la lucidez y descendió por sus propios medios del colectivo, ayudada por el chofer y el hombre que la había auxiliado en primer momento.
Al descender del micro advertí que todas las paradas de colectivos estaban colmadas de gente, lo que se sumó a que no tenía deseos de volver a subirme a un micro y, aun menos, volver a hacer un recorrido alterado por el piquete que aun persistía más adelante.
Entonces, opté por empezar a caminar por la avenida Almirante Brown, siempre por la vereda del sol otoñal, y ver hasta dónde me alcanzaban las energías y la buena predisposición. Así fue que a las dos cuadras, casi en la esquina con Pilcomayo, pasé por la puerta de una vieja panadería la cual no veía hacía aproximadamente 25 años, cuando me llevaba mi padre -quien por entonces trabajaba en una oficina ubicada sobre la calle Brasil, a unos 350 metros de mi ubicación- a comprar facturas por la mañana bien temprano de algún sábado en el que yo lo acompañaba en sus tareas laborales.
En aquel momento me abordaron imágenes mentales de mí esperando a mi papá en el coche o jugando en los escalones de la vereda construida elevada para enfrentar las inundaciones de antaño mientras él entraba a buscar algo rico para comer; o de él presentándome como su "secretario" ante sus colegas y compañeros de trabajo y permitiéndome cargar con su maletín.
Evidentemente, esa panadería tenía un significado especial para mí. De hecho, entre fines de 2013 y principios de 2015, cuando me tomaba otro colectivo que entraba a la ciudad de Buenos Aires por el puente Nicolás Avellaneda y tomaba la avenida Almirante Brown -mismo recorrido que hacía con mi papá- yo había recordado que entre el hospital y la oficina debía estar aquella panadería pero en aquel entonces jamás la pude visualizar desde arriba del micro.
Fueron muchas ocasiones en las que la había buscado con la mirada sin éxito y lo que más me llamó la atención es que estaba ubicada prácticamente al lado de un local nocturno donde tocaban bandas musicales, sobre todo de Blues, al que había asistido hacía ocho o nueve años para el show del grupo de un amigo. Esa noche de verano estuve en la vereda un rato largo, fumando y compartiendo tragos, y jamás me di cuenta que la panadería estaba a pocos pasos de distancia.
Melancólico, seguí por la vereda del sol hasta el semáforo con avenida Martín García donde me detuve ante el hermoso paisaje que brindaba el Parque Lezama, mucho más renovado que la última vez que lo había visto de cerca.
Otro de los hábitos de mi padre habían sido llevarme a ése parque de paseo, por lo que un impulso me llevó a cruzar la avenida, y desviarme por los senderos del centro de aquel predio boscoso, con sus lomas y árboles de raíces que sobresalían en la tierra tan gruesas como las hamacas y los toboganes que funcionaban en el sector de juegos.
Este parque era otro de los lugares de la ciudad por el que pasaba a diario y lo observaba desde la ventanilla del colectivo o de mi auto. Y lo mismo ocurría con el frente de la ex oficina de mi padre, situada a una cuadra de la subida a la autopista. Claro que en la época en que yo iba hasta allí no había autopista para llegar desde el sur del Gran Buenos Aires, aunque se trataba de una ubicación estratégica cuando íbamos a La Bombonera a ver a Boca Juniors.
En esas ocasiones, mi padre dejaba el auto en la oficina y caminábamos unos dos kilómetros hasta el estadio, en algunos casos, tomando atajos por terrenos baldíos hoy ocupados por altas torres de departamentos.
Sin embargo, no todo tenía que ver con él o conmigo, ni siquiera con el resto de mi familia. Porque los “accidentes” de esa tarde también me recordaron otros bellos rincones porteños, como la esquina de Defensa y Brasil, en la que convergían, entre calles de adoquines y veredas rotas, los clásicos bares Hipopótamo y El Británico con sus amplios ventanales apuntando a la ochava y bajos hasta el nivel de las mesas para poder sentarse a tomar algo y pasar el tiempo mirando simplemente la gente pasar, por un lado; y una de las entradas a la feria artesanal de Lezama, por el otro.
Y más adelante este improvisado tour se extendió hasta la histórica plaza Dorrego, frente al bar homónimo, otro de los puntos más hermosos de la ciudad, el cual era visitado diariamente por una gran cantidad de turistas de todas partes del mundo.
Recién cuando pasé por ese último lugar me di cuenta que no estaba paseando, sino yendo a trabajar y aceleré el paso, aunque llegué tarde de todos modos, pero no tan molesto por la demora ya que abrazaba a la tierna pero a la vez triste sensación de que aquella larga caminata había valido la pena.
Es que si no fuese por el piquete, por la descompostura de la pasajera... quién sabe cuándo iba a recordar todo ello, si alguna vez lo hacía. Probablemente sí, pero mejor ahora que más adelante.
AA
Mayo 2018