El tramo final del viaje de ida comenzó al amanecer, primero con una breve parada para cargar combustible en Río Cuarto desde donde el micro atravesó luego una serie de localidades rurales típicas del sur cordobés hasta llegar a Embalse, donde descendieron los primeros pasajeros. Nunca había estado allí y aquel enorme espejo de agua rodeado de sierras verdes me impresionó por su tamaño y por su belleza ya que al otro lado del dique, ubicado justo debajo de la ruta por la que transitábamos, una cascada que caía desde unos 100 metros de altura, aproximadamente, esparcía su spray sobre nuestras cabezas y nos imprimía una profunda sensación de vértigo, promovida al mismo tiempo por la extrema cercanía del asfalto con el precipicio.
A partir de allí el camino se volvió ondulante, con permanentes subidas y bajadas, y de a poco se fue adentrando en las sierras donde los bosques refugiaban a Villa del Dique y Villa Rumipal, dos pequeños y pintorescos pueblos pintorescos a los que se dirigía la mayoría de los viajantes que nos acompañaban en el colectivo de dos pisos que había partido de la terminal porteña de Retiro y había circulado sigilosamente hasta ese punto en el que las ramas de los frondosos árboles comenzaron a raspar contra los ventanales laterales a medida que el vehículo se abría paso en las calles angostas de estos destinos turísticos que suelen ser difíciles de encontrar en un mapa.
El color esperanza brotaba por todos los rincones de aquel paisaje que se fue develando ante nuestras miradas cegadas por un intenso sol matinal que bañaba con su luz el valle de Calamuchita hasta arribar a Santa Rosa, la siguiente parada. Aquí, la terminal se asemejó más a una terminal y las dimensiones del pueblo crecieron a la par de nuestra ansiedad por llegar finalmente a nuestra meta: Villa General Belgrano.
“Tengo la sensación de que nos vamos a enamorar de este lugar”, le dije a Carla apenas el micro tomó por la ruta de acceso a la villa donde luego nos hospedamos en una posada de campo construida en 1942 y que en sus primeros años también funcionó como una escuela de habla alemana y rigurosa disciplina.
Esta posada tenía el aspecto de un verdadero vergel que incluía un amplio jardín, una pileta de natación y un fresco bosque de acacias, al tiempo que era atendida por el polaco "Maciek", quien estaba casado con una argentina a la que había conocido en Londres.
Nuestro hospedaje se ubicaba a tan solo 200 metros del coqueto centro comercial construido principalmente en madera, ladrillo visto y tejas coloradas, y desde el que se podía acceder fácilmente y a pie a distintos paseos por los arroyos Los Molles, La Loma y El Sauce.
Entre caminata y caminata por la avenida principal Julio A. Roca degustamos platos centroeuropeos y, obviamente, bebimos cerveza artesanal tirada, no envasada, tal como nos recomendaron apenas llegamos los lugareños conocedores del tema. También asistimos en nuestras tres primeras noches a la Plaza José Hernández donde se celebró la denominada “Sommerfest”, una versión veraniega de la Fiesta Nacional de la Cerveza que se realiza en Octubre.
Esta especie de “mini Oktoberfest” ofreció, además de las cervezas artesanales, una variedad de platos típicos como salchichas con chucrut, brochetes con distintas carnes y fondue de quesos, y bailes y desfiles de representantes de las diversas colectividades del lugar que coparon el escenario principal.
De esta manera quedó servido en bandeja un merecido descanso en un destino turístico hermoso, tranquilo, cálido -tanto por su clima como por la gente que nos recibió en la posada junto a dos adorables ovejeros alemanes- y que definitivamente atrapa, al punto que uno no siente deseos de irse de allí.