Robledal del monte


La hermosa, pero severa, Doña Ignacia y el rústico, y a la vez agradable, Don Anastasio  nacieron a principios del Siglo XX en el municipio vasco de Beasain, aunque recién se conocieron al finalizar la Primera Guerra Mundial y a 11 mil kilómetros de distancia de su pueblo natal, en el extremo oeste de la provincia de Buenos Aires, justo en el límite con La Pampa, donde sus respectivas familias se instalaron para dedicarse a la actividad agropecuaria ya que se trataba de un vasto territorio verde, llano y con unos pocos montes que servían para brindar algo de sombra durante los intensos veranos o cierto resguardo en la época de lluvia invernal.
Mientras los padres y hermanos de Doña Ignacia vivieron de campo en campo y  ofreciéndose como mano de obra barata para distintos terratenientes, los familiares de Don Anastasio se radicaron en su propia tierra, en la que fundaron una escuela rural. Y si bien estas familias desarrollaron estilos de vidas distintos y hasta en determinados puntos contrapuestos, ésta no se trata de una típica historia de amor entre una joven pobre y un muchacho rico.
Cada familia es un mundo aparte, podría decirse sin demasiado riesgo a equivocarse. Sin embargo, todas ellas (dis) funcionan de un modo similar ya que los roles de sus integrantes son básicamente los mismos y lo que varía, principalmente, es la cantidad miembros de los grupos familiares.
Por ejemplo, Doña Ignacia era la menor de nueve hijos y la preferida de sus padres; en tanto que Don Anastasio siempre fue un chico conflictivo, que tenía un sólo hermano mayor que se encargaba de cuidarlo y, sobre todo, de evitar que se metiera en problemas como faltar al colegio, el cual estaba ubicado en el patio trasero de su propia casa.

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La principal razón por la que Doña Ignacia y Don Anastasio contrajeron matrimonio siendo tan jóvenes probablemente haya sido que apenas iniciada la relación entre ambos, ella quedó embarazada de Arturo, quien sería el único hijo de la pareja.
Todo parecía marchar de manera normal, o al menos de acuerdo a los estándares de aquella época, pero a los pocos años la mujer advirtió que ni siquiera su unión con los Robles –el apellido de la familia de su esposo- le iba a permitir abandonar la dura vida en el campo, ya sea trabajando para alguien más como lo había hecho de niña o en su propio latifundio como ocurrió después de casada.
Entonces, cuando su hijo tuvo la edad suficiente para asistir a la escuela por sus propios medios y aprender los oficios que le enseñaba su padre, decidió, de un día para otro, dejar todo eso atrás y desaparecer.
Tras la abrupta e inesperada partida de Doña Ignacia, nadie, ni su esposo ni su familia, supo a dónde se había marchado ni con quién, aunque sí entendieron, pero no aceptaron, que nada malo le había ocurrido y que se había marchado por decisión propia, buscando una nueva vida lejos de todos ellos.
Don Anastasio quedó sumido en una profunda vergüenza, por lo que luego de asegurarse que su hermano mayor cuidaría de Arturo del mismo modo que lo hacía con sus propios hijos, montó a su caballo y salió a buscar a Doña Ignacia. Y antes de partir, estando en la plaza del pueblo, le prometió a su hijo que pronto volverían a estar los tres juntos, pero esto no consoló al niño, quien rompió en un llanto desgarrador mientras veía a su padre alejarse a toda prisa por los caminos cubiertos de barro y en dirección al saliente.
Sin embargo, lo único que Don Anastasio encontró, tras recorrer durante días enteros otros pueblos más cercanos a los cascos urbanos, fue su muerte. Afortunadamente para él, no se trató de un deceso violento y traumático, sino que su corazón simplemente dejó de latir, tal vez por cansancio, tal vez por tristeza, o sólo porque sí, porque le llegó su hora.

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El pequeño Arturo quedó prácticamente huérfano en menos de un mes y si su padre se había sentido devastado por la partida de su esposa, difícil imaginarse lo que ese niño habrá sufrido. Por ello, su tío y sus primos, a los que él llamaría “hermanos de crianza”, procuraron brindarle la mayor contención posible y así lo hicieron hasta que siendo adolescente decidió ingresar a la Marina Mercante para viajar por el mundo.
Así, Arturo conoció los principales puertos de Brasil, como Río de Janeiro –incluyendo sus infaltables carnavales- y San Pablo; el Mar Argentino hasta el Canal de Beagle; la costa chilena y hasta la gélida y blanca Antártida.
Pero estos viajes debieron interrumpirse cuando Estela, una bella adolescente que el marinero había conocido en una de sus visitas a su pueblo en el oeste bonaerense, y cuya una de sus hermanas menores se había casado con uno de los “hermanos de crianza” de él, quedó embarazada y decidieron casarse.
Parecía que la historia de Don Anastasio se repetía en la vida de su hijo, quien había encontrado una mujer tan joven y hermosa como su madre, y que procedía de una familia gallega oriunda de Orense, la ciudad natal del papá del cantante Julio Iglesias. De hecho, Estela se jactaba de que sus padres habían conocido al artista de bebé, antes de emigrar a la Argentina, aunque aquel había nacido en Madrid.
Sin embargo, Arturo y Estela prefirieron radicarse en el conurbano bonaerense, cerca de las principales ciudades como la Capital Federal y La Plata, donde ambos pudieron desarrollar mejor sus respectivos oficios: ella como costurera y él como mecánico.
Y a pesar de que ninguno de los dos había terminado siquiera la escuela primaria, ambos lograron progresar y pudieron comprarse su propia casa y tener, de a uno por vez, sus propios vehículos particulares, entre ellos, una moto con sidecar en la que Arturo, a escondidas de su esposa, solía salir a buscar a su madre como un fantasma callejero, oculto a la vuelta de cualquier esquina.

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Pasaron varios años hasta que, contra todos los pronósticos, Arturo finalmente localizó a su madre, quien residía con una nueva pareja, pero sin hijos, en la localidad platense de Punta Lara, en el extremo de la provincia opuesto al lugar en el que había sido vista por última vez hacía más de dos décadas.
De qué manera la halló, todavía sigue siendo el mayor misterio familiar; lo cierto es que cuando Arturo fue a visitarla junto a su esposa y el pequeño José -el único hijo del matrimonio- para que reencontrarse y que ella conociera a su nuera y nieto, Doña Ignacia se rehusó a recibirlos y le pidió, por favor, que no volviera a contactarse con ella.
Ante esta situación, Arturo murió por segunda vez sin haber resucitado después de la primera, si es que eso es realmente posible; y nunca más volvió a acercarse a su madre, quien recién se contactó con él cuando José cumplió 18 años y ella ya había enviudado y se encontraba muy enferma, en el tramo final de su vida.

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La incapacidad para expresar sentimientos y emociones propios fue, sin lugar a dudas, la principal característica de esta familia. Y fue esa falta de comunicación la que terminó por arruinarla hasta el punto de que sus miembros se alejaron tanto el uno del otro que se quedaron solos.
Para algunos la soledad puede ser una elección, para otros una especie de castigo o penitencia; lo cierto es que cuando Arturo yacía en la cama del hospital, anciano y muy enfermo luego de haber malgastado su salud y su dinero en tabaco, alcohol y prostitutas, sus últimas palabras a su hijo José fueron: “Prefiero morirme, así no tengo que aguantar más la cara de culo de tu madre.”
José siguió la tradición del linaje Robles y al partir su padre sintió que una gran parte de él, también lo había hecho. Perdido, desatendió a su esposa y a sus tres hijos y se refugió aun más en su “exitoso” trabajo como secretario de empresarios millonarios, lo que le valió un fortísimo reproche de parte de su madre, con quien evidentemente no se había llevado del todo bien nunca. Y si él, Estela y Arturo lograron convivir, más o menos pacíficamente, durante décadas, lo hicieron gracias a que el primero funcionó como una especie de amortiguador entre marido y mujer.
La muerte de Arturo fue el principio del fin tanto para José como para su madre, y mientras él abandonó definitivamente a su esposa e hijos y entabló una serie de relaciones ocasionales con distintas mujeres de los estratos bajos de la sociedad que sólo lo acompañaban por conveniencia económica, ella se resguardó en su nuera y sus nietos, que fueron los que se encargaron de cuidarla cuando casi muere de una enfermedad del corazón, misma aflicción que padecía su hijo.
Resulta prácticamente imposible de creer que una madre deje de querer a su propio hijo. Podría decirse que va contra todas las leyes de la Naturaleza. Pero lo cierto es que además del abandono de Doña Ignacia; en la recta final de su vida, Estela no volvió a hablar con José, quien una vez jubilado quiso volver a vivir con ella, pero la mujer directamente lo echó de la casa y hasta cedió los derechos de la misma a sus nietos para que su único heredero no recibiera absolutamente nada.
Las historias familiares se repiten como en un círculo, muchas veces vicioso como en este caso; o como en los anillos del tronco de los robles duros y resistentes al paso del tiempo; firmes en el cada vez más raquítico monte de la vida.

AA
Junio 2017