Un día en la Villa y Corte


Era la primera vez en toda su vida que Renato estaba en Europa, por lo que al pisar Madrid en los primeros días de mayo se sintió desbordado por la excitación; la que, sumada a que en su itinerario tenía previsto pasar una sola noche en la capital española, lo llevó a diagramar un recorrido corto pero sumamente intenso. Así que tomó el folleto que contenía un completo mapa del centro de la ciudad que le había entregado el encargado del hostal en el que se alojaba y al terminar de desayunar salió a conocer a pie aquel mundo tan nuevo para él.
El hostal funcionaba en un viejo edificio de departamentos y ocupaba una unidad cuyos distintos ambientes se habían convertido en una serie de habitaciones de pocos metros cuadrados, ideales para turistas que viajaban solos, como Renato.
Apurado, el joven bajó por unas escaleras de crujientes peldaños de madera hasta el hall que desembocaba en la calle De las Huertas, en pleno Barrio de Las Letras, y caminó  una cuadra hasta la Plaza Santa Ana, la cual estaba rodeada de bares con nutrida clientela, restaurantes que recién abrían sus puertas pero para limpiar sus salones y un teatro en una de las esquinas que, por el aspecto de su fachada, se hallaba en plena refacción.
Cruzó aquella plaza casi desierta sin demorarse y continuó por una callejuela angosta unos 200 metros hasta la Plaza de la Puerta del Sol, donde sí había una gran cantidad de peatones, en su gran mayoría visitantes extranjeros como él, que arriban hasta allí en el Metro y tomaban fotografías de la estatua del Oso y la Casa de Correos con su gran reloj en la torre del centro.
Era una mañana diáfana, con una temperatura agradable, por lo que Renato guardó su abrigo en la mochila que colgaba de su hombro y se quedó en remera, mirando como muchos visitantes se agrupaban alrededor de alguno de los tantos guías turísticos que se ofrecían a acompañarlos en la recorrida por unos poco Euros. Y si bien él podría haberse sumado, dado que se trataba de grupos abiertos, prefirió seguir su camino solo, en base a las indicaciones de su mapa.
Caminó por la calle Mayor hacia el oeste y en uno de los tantos comercios que funcionaban en ella compró una billetera de cuero para poder guardar los billetes de Euros, los cuales eran demasiado anchos para mi billetera original.
A las pocas cuadras arribó a la Plaza Mayor, que le resultó imponente por las históricas construcciones que la circundaban como si fuese un fuerte, entre ellas, la vieja Casa de la Panadería, devenida al actual Centro de Turismo.
Aquí también funcionaban locales gastronómicos que distribuían sus mesas y sillas por el perímetro de la plaza; sin embargo, su estadía allí se vio afectada por ruidoso trabajo de un batallón de obreros que montaba un enorme escenario junto a la estatua del “piadoso” Felipe III, rey de España y de Portugal entre fines del Siglo XVI y principios del XVII.
Entonces, Renato continuó por la calle Mayor hasta la entrada al Mercado de San Miguel, forjada en hierro negro y frente a la que se detuvo a apreciar su patio interno decorado con flores multicolores y una fuente de agua.
Tras tomar varias fotografías con su celular, el joven retomó su caminata y al cruzarse con la calle Bailén subió a una loma boscosa desde la que logró obtener una gran vista del exterior de la Catedral de Almudena, el patio de la Real Armería y el Palacio, en los que se formaban largas filas de turistas de distintas nacionalidades que esperaban para entrar.
Pero a Renato lo que más lo atrajo fue el verde paisaje ubicado detrás de esas inmaculadas edificaciones y conformado por el Campo de Moro, el río y, más en el fondo, el cerro Manzanares. Y para mejorar aún más la vista panorámica de dicho escenario natural entró a la catedral (para lo que no tuvo que hacer cola y abonó un ticket barato) y subió a sus balcones que daban al patio de la Armería y al cerro, a cuyos pies se desplegaba el hermoso predio de la Casa de Campo, con su tupida vegetación y lagos.
Al ascender por escalera unos 70 metros hasta la terraza norte de la catedral, construida a finales del Siglo XIX, no pudo evitar detenerse a contemplar, aunque sea por unos segundos, los salones delimitados por blancas columnas neo románicas y repletos de artefactos dorados que  secundaban las figuras esculpidas de la Virgen María bajo la advocación de la Almudena.
Una vez en el balcón junto a la opaca y sobrecargada cúpula, que mezclaba los estilos Gótico y Barroco, Renato se tomó un respiro para observar con detenimiento el paisaje y tomar más fotografías, incluso del centro de la ciudad, que se podía ver con claridad y amplitud desde la terraza sur, decorada con antiquísimas estatuas de bronce ennegrecido por el paso del tiempo y que apuntaban hacia el Parque de Atenas y la calle Segovia.
Aliviado por la fresca sombra que le proporcionaba la cúpula y una suave brisa, el joven abandonó la catedral en dirección a la extensa hilera de stands callejeros montados en los alrededores donde adquirió una gorra para protegerse de los fuertes rayos de sol del mediodía.

Catedral de Almudena

 
 Patio de la Real Armería

Renato siguió su recorrido en sentido norte, pasando por el frente del Palacio Real a su izquierda y del Teatro Real a la derecha, todo decorado con preciosos jardines. Sorprendido por la gran cantidad de espacios verdes que había en ese sector de la ciudad, Renato realmente disfrutó de su caminata la que sólo interrumpió para comprar una botella de agua en un quiosco.
  La bebida le abrió el apetito, por lo que se dirigió hacia la Gran Vía para buscar un local gastronómico para almorzar. Sin embargo, apenas inició su camino por aquella ancha y super transitada avenida cayó en la cuenta que la inmensa mayoría de los comercios que funcionaban allí no comercializaban comida, sino de ropa, calzado y artículos electrónicos, fundamentalmente. 
En ese lugar también fue testigo presencial de una contradicción llamativa para el Primer Mundo: por un lado, los altos, modernos y luminosos carteles electrónicos de las principales marcas que ocupaban el espacio aéreo como una bandada invasora; y por el otro, los homeless, con ropas y aspectos de extranjeros, tirados en la vereda y pidiendo limosnas.
Y después de ver varias vidrieras concluyó que los precios de las remeras y las zapatillas no 
eran caros, pero como no tenía el deseo ni la necesidad de comprar, siguió de largo en dirección a la Plaza de Cibeles, donde el caudal de peatones y vehículos lo abrumó, al punto que sólo permaneció allí unos minutos, abriéndome paso entre los residentes locales que atendían sus actividades laborales y los curiosos turistas atraídos por la monumental fuente de la Diosa Cibeles sobre su carro tirado por leones y la enorme bandera blanca y negra con la leyenda “REFUGEES WELCOME” que colgaba del techo del Ayuntamiento.
A esa altura del recorrido, el hambre pasó a un segundo plano; así que Renato caminó unas cuadras más hacia el Este por la avenida doble mano hasta la Puerta de Alcalá, ubicada justo frente a una de las entradas al Parque del Retiro.
El trayecto hasta dicho monumento compuesto por cinco puertas reales en el centro de la rotonda de la Plaza Independencia resultó agotador debido al calor, por lo que al arribar hasta la Puerta de Alcalá ni siquiera atinó a cruzar la avenida hasta la rotonda, sino que se sentó en un banco situado frente a la misma y bajo un frondoso árbol, desde donde intentó tomar una fotografía del monumento, tarea que se le complicó debido a que el tránsito vehicular era incesante y a la distancia a la que se encontraba esa situación le estropeaba cualquier toma.
El caos de vehículos y peatones, sumado a una temperatura cada vez más alta, llevó a Renato a emprender el regreso al Barrio de Las Letras, pero la inexperiencia lo hizo confundir el rumbo y terminó pasando otra vez por la Puerta del Sol y la Plaza Mayor, cuando tendría que haber caminado hacia el sur.
Pero de lo malo siempre se puede rescatar algo bueno y en este caso, gracias a perderse por las callejuelas de adoquines que parecían un oscuro laberinto, el joven llegó hasta un sector de patios en los que proliferaban los locales gastronómicos no tan concurridos como los que había visto hasta ese momento y que, incluso, tenían mesas y sillas en la propia la vía pública.
Finalmente, Renato eligió una especie de bodegón en el que aceptaban pago con tarjeta de crédito y servían platos sencillos y, sobre todo, conocidos. 
Se sentó en una mesa para dos ubicada cerca de la puerta de entrada al restaurante y orientada hacia la calle, por la que la gente seguía pasando; y al cabo de unos minutos lo atendió una señora mayor, probablemente uno de los encargados o dueños del local, que le recomendó jamón ibérico de entrada, una tortilla de papas como plato principal y un vino tinto de la casa para beber.
Aquel menú le resultó abundante y sabroso, incluso el vino, que fue servido a la temperatura ideal, sin necesidad de sumarle hielo. En tanto, los demás comensales presentes optaron por degustar otras especialidades de la casa, como una cazuela de mariscos para compartir o una generosa porción de carne roja acompañada de una ensalada rusa recién preparada.
Renato sintió que estaba comiendo en el patio de su hogar aunque en ese momento se encontraba a miles de kilómetros de distancia del mismo, separados por un océano. Y como la atención le pareció excelente dejó una generosa propina.
Y cuando se retiraba, más comensales en grupos nutridos se acercaban a almorzar no sólo al mismo restaurante sino también a otros locales ubicados en la misma callejuela y sus transversales donde los empleados sacaban a la vía pública más mesas y sillas para poder ubicarlos.
Todo transcurrió en perfecto orden y lo único que lo incomodó fue que las calles no mostraban la numeración, por lo que confundía el sentido en el que tenía que desplazarse y de esta manera su retorno al hostal se extendió más de la cuenta y lo obligó a consultar su mapa en reiteradas ocasiones.
Cansado y molesto, Renato llegó a su alojamiento (completamente deshabitado en los ambientes comunes) y se retiró inmediatamente a su habitación, donde se arrojó sobre la cama, con el aire acondicionado encendido, lo que me permitió conciliar el sueño con rapidez en busca de una siesta reparadora.

Parque del Retiro

Al despertar, Renato tuvo la sensación de que había dormido durante un tiempo prolongado, pero al percibir que la claridad atravesaba las cortinas del ventanal prácticamente con el mismo brillo que él había notado cuando se acostó entendió que sólo había pasado un par de horas. Tomó el celular de la mesita de luz y chequeó el reloj: a la jornada todavía le quedaba un largo trecho con luz natural y había que aprovecharlo al máximo.
Tras un breve paso por el baño para higienizarse, el joven estuvo nuevamente en la calle, esta vez con un pantalón tipo bermudas en vez de uno largo de jean, y eligió un recorrido más corto y sencillo, alejado de las grandes multitudes y el tránsito, por lo que se dirigió hasta el Parque del Retiro, en la zona este de la ciudad.
Allí predominaba el aire puro que producía su diversa y colorida flora distribuidas entre caminos zigzagueantes de conchilla y tierra. Hasta los pequeños pétalos parecían estar cortados a la perfección. Así que Renato tomó varias fotos de las especies que más le gustaron y que sobresalían de sus canteros de piedra rodeados por un césped al ras.
Ya promediaba la tarde y el joven advirtió que los senderos del parque comenzaban a llenarse de personas abocadas al running como un ejercicio físico habitual después del trabajo. Algunos corrían solos, escuchando música con sus auriculares; y otros lo hacían en pareja para charlar sobre sus asuntos cotidianos.
Después de recorrer varios caminos que lo llevaron hasta un enorme estanque con una alta fuente en el centro llegó hasta el extremo norte del parque, junto a la calle Alcalá, donde compró una gaseosa fría en lata en un puesto ambulante y se sentó en un banco a observar como un matrimonio jugaba con su hijo en las hamacas.
Al terminar de beber la gaseosa reanudó su caminata hacia el sur, bordeando la calle Alfonso XII hasta que se topó, casi sin proponérselo, con el Museo del Prado, ubicado en un paseo con bulevar y bajo una frondosa arboleda. Y al dar un par de vueltas por los alrededores descubrió coqueto barrio de pocas cuadras, donde funcionaban distintas galerías de arte y locales comerciales que en ese horario recién abrían sus puertas al público, el cual aún era poco.
Donde sí alcanzó a ver un nutrido grupo de gente fue en el patio de ingreso al museo en el que junto a una escalinata se levantaba la estatua del pintor y grabador español Francisco José de Goya. Allí, el terraplén de pasto, decorado con arbustos y árboles bajos, funcionaba como una especie de grada para los más jóvenes que tomaban el último sol de la tarde.
Renato caminó por ese patio, en el que se levantaba una carpa por donde se hacia la fila para ingresar al museo, y luego de rodearlo pasó por delante de un café que daba a un florido jardín interno ubicado en la parte posterior del edificio en la que había otra entrada que, al igual que la primera, no mostraba mucho movimiento de personas.
Continuó unos metros más hasta una calle cortada que enmarcaba otro patio que le llamó la atención porque se asemejaba a un laberinto de ligustrinas donde volvió a tomar algunas fotografías.
Y cuando dio por agotado su tiempo en ese lugar volvió sobre sus pasos hasta el patio de la estatua donde se acercó a la carpa en la que había un cartel que anunciaba que a partir de las 17 la entrada era libre y gratuita. Así que decidió ingresar por la denominada Puerta de Goya a pesar de que se encontraba vestido demasiado informal para una cita con uno de los museos más importantes del mundo.
Una vez en el interior recogió en la recepción un folleto con la guía del museo y apenas inició la visita el aire acondicionado del interior le erizó la piel, lo que me reconfortó. Además, aquella baja temperatura potenciaba el aroma que emanaban los frescos colgados de las paredes.
En un breve recorrido Renato centró su atención en las obras de Goya y de otros pintores españoles, como Diego Velázquez, quien tenía su propia entrada y salón.
Si bien la gran atracción del museo era el primero de los mencionados por sus notables obras del Romanticismo y su visión de la Guerra de la Independencia de España y del estilo de vida madrileño de finales del Siglo XVIII, le terminó gustando más Velázquez y sus pinturas barrocas que se lucían en el salón central del primer piso, entre las que se destacaba, sin dudas, “Las meninas”, que además de su calidad artística atraía al público por su enorme tamaño.
También le resultó imposible pasar por alto los retratos de la familia real que no tenían nada que envidiarle a la fidelidad de imagen de una fotografía moderna.
El joven salió del museo asombrado, y al cruzar el bulevar arbolado se detuvo junto a la fuente de Neptuno en la rotonda que unía el Paseo del Prado y la Plaza de las Cortes, donde funcionaba una estación de taxis.
Y mientras caminaba de regreso por Plaza de las Cortes y después la calle del Prado en dirección a su alojamiento se convenció de que podía ser un buen plan caminar desde el hostal hasta la parada de taxis a la mañana siguiente para dirigirse a Barajas a tomar el avión hacia su siguiente destino. Claro que tenía dos opciones: realizar el trayecto completo hasta dicha terminal en el  vehículo de alquiler o ahorrarse una buena suma de dinero y tomarlo hasta la cercana estación Nuevos Ministerios donde abordaría el tren de Cercanías (C) 1 hasta la Terminal (T) 4 del aeropuerto.
Sumido en esa idea, Renato pasó por la Plaza Santa Ana antes de llegar al hostal y a la luz del atardecer le pareció un lugar propicio para ir a cenar. Así que apenas entró a su habitación se dio una ducha y se tiré en la cama a descansar, esperando que se hiciera de noche y el hambre lo invitara a salir a comer algo.
Recostado, encendió el televisor y repasó los canales españoles que emitían los noticieros centrales de la noche y durante el zapping se quedó dormido, pero sólo por unos minutos, tras lo cual, se vistió con el mismo pantalón de jean y zapatillas de la mañana y una nueva remera de mangas cortas ya que a pesar de que había caído la noche, la temperatura no había descendido demasiado.
De hecho, este clima le hizo recordar los mejores momentos de la primavera en su querida Buenos Aires y lo invadió una curiosa sensación de familiaridad, a pesar de que ahora se encontraba en un lugar donde no conocía nada y a nadie.
Claro que no estuvo solo ya que en la Plaza Santa Ana había decenas de turistas ocupando las mesas y sillas ubicadas en cada esquina y sobre los cuatro costados, frente a los locales gastronómicos diseñados principalmente como cervecerías y con encargados que, evidentemente, preferían atender a los comensales al aire libre que puertas adentro ya que sus salones no eran de grandes dimensiones.

Plaza Santa Ana



AA
Diciembre 2019