Si querés llorar, no llores.

 Juan está sentado en la cocina, con el ventilador de pie ubicado a escasos dos metros suyo y apuntando hacia su rostro. Todavía se pregunta cuándo van a bajar los precios de los acondicionadores de aire. Mira hacia la pantalla y ve una transmisión en vivo desde Casa de Gobierno donde anuncian que los índices de indigencia, pobreza y desempleo han descendido a los valores más bajos de la historia del país, por lo que la crisis económica mundial no nos va a afectar para nada. “¡Guau!”, suelta Juan por lo bajo y luego apoya su mano en el esternón, cerca de la boca del estómago “¿Por qué siento este malestar?”, se pregunta y luego apaga el televisor.

 El joven abandona su departamento bajo el rayo del sol y sube a su auto modelo 98`, que tampoco tiene aire acondicionado. La autopista está cortada por una manifestación de miembros de un movimiento social presuntamente opositor al Gobierno. Entonces arranca hacia la costanera para evitar el caos de tránsito. Al llegar a la ribera, advierte que el lugar está repleto de vecinos de la zona que buscan apaciguar el calor en el río, a pesar de que está expresamente prohibido bañarse por la suciedad que presenta el agua y que la convierte en un peligroso transmisor de diversas enfermedades infecciosas.

 “¡Y eso que son grandes lo carteles que puso la Municipalidad!”, piensa Juan mientras observar a un grupo de niños con el torso desnudo y descalzos jugando a la pelota en el asfalto repleto de pozos del playón de estacionamiento de la ribera. Mientras que en el sector parquizado, más cercano a las escalinatas que descienden hasta el agua marrón oscuro y hedionda está completamente ocupado por las carpas de los bañistas, de los cuáles, los mayores, beben cerveza y escuchan música a todo volumen.

 Juan bordea la ribera a paso de hombre y observa que los únicos espacios libres de pasto están cubiertos por los residuos de los visitantes ya que sólo hay un cesto para la basura por cuadra, de las 30 que tiene de extensión el balneario. "¡La puta madre!", exclama el conductor al ver su reloj y calcular que va a llegar muy tarde a su trabajo. Pero no le queda otra. Al cabo de muchos minutos de demora, alcanza la avenida principal por la que recorre los 20 kilómetros que separan su barrio en el sur metropolitano de la Capital.

 Apenas entra a la principal ciudad del país, nuestro automovilista detiene la marcha en el semáforo y se le acerca un bombero voluntario pidiendo una colaboración a cambio de una calcomanía. “La calco vale dos pesos”, le dice el efectivo vestido con su respectivo uniforme. “No tengo dos pesos”, responde Juan. “No importa, dame lo que puedas”, retruca el bombero, a lo que Juan le alcanza una moneda de 50 centavos, la única que le quedaba en los bolsillos.

 La luz se pone en verde y Juan encara hacia la oficina pero antes de llegar debe volver a detener se en otro semáforo en rojo. Esta vez, hay dos hombres parados en la esquina que se ofrecen a limpiar el parabrisas. Están con una botella plástica a medio llenar de agua turbia con detergente y un secador de goma con mango corto cada uno en sus manos. Como hay dos filas de auto se dividen. Uno de ellos llega hasta el auto de Juan, que está bastante roñoso, y le ofrece limpiar el vidrio. “No, gracias”, señala el automovilista. “Dale pa”, insiste el limpiador. “No. No tengo nada para darte”, agrega Juan, pero el limpiavidrios arroja un chorro de agua sobre el parabrisas y empieza su tarea. “Te dije que no”, indica el conductor, pero el otro sigue en lo suyo.

 Al cabo de unos instantes, justo cuando la luz se estaba por poner verde, el limpiador termina y se acerca a la ventanilla baja del conductor: “¿Me das para comer, pa?”, señala, a lo que Juan responde: “Te dije de entrada que no tenía ni una moneda para darte. Disculpá”. El limpiador se acomoda la gorra, escupe hacia el suelo y luego mira al conductor. “¿Me estás cargando? ¡La concha de tu madre!”, grita y luego arroja un chorro de agua sobre el parabrisas que no seca. “Y no vuelvas a pasar por acá porque te rompo todo el auto”, añade el limpiavidrios, mientras Juan permanece callado y apenas avanza el tránsito abandona la esquina.

 Otra vez le vuelve el malestar en la boca del estómago. “¿Será este calor de mierda?”, se pregunta mientras  baja del auto que deja estacionado quince cuadras de su trabajo para no tener que pagar el costoso garaje. Cuando finalmente entra en su oficina, con la ropa empapada en sudor, el televisor está encendido y en la pantalla repiten la conferencia de prensa en Casa de Gobierno sobre las bondades históricas del modelo económico. A Juan se le cierra la garganta con un nudo. “¡¿Me estás jodiendo?!”, exclama al tiempo que se aguanta las ganas de llorar.

AA
Enero 2012

1 comentario:

  1. Cualquier parecido con la realidad es pura
    coincidencia (?) Jaa!

    Muaá

    ResponderBorrar