Por siempre


“Él está acá”, me dijo mi madre mientras ambos nos hallábamos en uno de los pasillos de un convulsionado hospital, aunque yo no le creí en ese momento. Es imposible, pensé. Entonces, al ver mi gesto de incredulidad, ella señaló:

-Estaba con ella. Le vi la espalda.

-¿A quién?

-A ella –mi mamá torció la boca, disgustada.

Ante esa situación comencé a subir las escaleras frenéticamente y a revisar piso por piso, habitación por habitación, y en ese camino me fui encontrando con personas conocidas que se mostraban angustiadas y, sobre todo, enojadas. Muchas de ellas peleaban entre sí ya que pude oír sus gritos detrás de las puertas cerradas. Quedaba claro que algo sumamente extraño ocurría con todos los que nos encontrábamos en el hospital.

Llegué al extremo norte del pasillo del tercer piso –los números de las habitaciones iniciaban con el número 3- y en la pieza más alejada noté la puerta entreabierta y que sólo silencio provenía desde su interior.

Me asomé y allí estaba él. ¡Increíble! Acostado en la cama, cubierto con una sábana blanca hasta las tetillas y con la manguera del respirador artificial en las fosas nasales.

Apenas me vio reaccionó. Estaba perfectamente consciente. ¡¿Cómo puede ser?!, me pregunté al tiempo que mi corazón latía con tanta fuerza que temí que saliera despedido de mi pecho.

Asustado, permanecí inmóvil en el umbral. La última vez que lo había visto internado, ella casi me impidió verlo y él, para no suscitar un problema, me pidió que me fuera y me dijo que no me preocupara, que estaba “todo bien”. Pero ambos sabíamos qué hacía años estaba todo mal.

Sin embargo, en esta ocasión ella no se encontraba pegado a él, acechándolo como una sombra maligna.

Y junto a él había un anciano, también acostado en una cama.

Él me sonrió, ante lo cual, me acerqué lentamente. Esta es mi oportunidad, tal vez la última, la única, evalué y cuando estuve parado al lado de la cama, me incliné y lo besé en la frente.

En la anterior vez que yo había tocado su piel fue en un día desgarrador, lluvioso y solitario cuando la misma estaba fría e inerte. En cambio, ahora la sentí tibia como un abrigo en una noche del invierno más largo de la historia.

“Hola hijo”, me saludó risueño pero yo no respondí ya que, evidentemente, seguía sin poder creer lo que estaba ocurriendo.

Miré hacia el anciano acostado a su lado y no lo reconocí. Quizás sea alguien del trabajo, supuse.

“Ella cree que fue todo culpa de él”, me explicó mi papá y se contuvo de largar una carcajada para racionar sus escasas fuerzas.

-¿Cómo puede ser que estés acá, así? –pregunté asombrado.

-No sé. Me desperté después de cuatro meses de cirugías en los que me hicieron más de cien intervenciones.

-Pero, ¿vas a estar bien después de tanto tiempo internado?

-Viene un masajista todos los días para rehabilitar mis músculos.

En ése instante invadieron mi cuerpo dolorido y mi alma en pena una infinidad de sensaciones difíciles de describir. Había que estar allí para entenderlo.

Me senté en los pies de la cama, abracé sus piernas y no quería soltarlo. Ya lo había dejado ir aquella vez. De nuevo, no.

“Cuando me fui me dije: ´Justo a él no quiero dejar de ver´”, señaló mirándome a los ojos y haciéndome sentir especial. Tal vez, por ello haya vuelto: para vernos una vez más.

Desde su partida hubo otra especie de encuentros borrosos entre ambos pero no así de emotivo al punto que desperté llorando y, por primera vez en cuatro meses, mis lágrimas no fueron de dolor o resentimiento, sino de amor, de extrañarlo como nunca antes.

Y esa madrugada no pude volver a dormir pensando en cuándo nos volveríamos a encontrar de esta manera.

Al final era cierto: él está "acá", acá en nuestros corazones. Para bien o para mal. Por siempre.


AA
Septiembre 2018.

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